lunes, 1 de abril de 2024

Alfredo, el monje rockero del Corcovado

 Alfredo, el monje rockero del Corcovado.



José Alfredo Vargas ha vivido en los linderos del parque nacional Corcovado por 42 años. Pero vamos a explicarnos bien lo que eso significa: para llegar a su casa se debe pedir permiso en la estación del parque nacional, y empezar a caminar por el sendero, depende del ritmo de cada persona puede ser entre una hora y dos horas de caminata por medio de la selva del Bosque lluvioso. Es decir, todo, cada huevo, cada clavo, cada lata del techo pasó por ese sendero…



Su casa es hermosa. Un oasis entre la jungla, casi una visión mágica entre el Corcovado, construida de madera, y adornada con artículos y fotografías de sus temas de interés, que van desde animales, ovnis, símbolos budistas, tribus perdidas de África, y alguna que otra mujer desnuda, que como él dice, le enseñan la parte de la lujuria y la parte del arte erótico.

Alfredo fue baterista de varias bandas de rock en los 70. Es fanático de la música, especialmente del rock clásico y del rock progresivo. “Me puede faltar cualquier cosa, excepto el café y la música” dice entre los cantos del tucán en segundo plano, mientras va a buscar su DVD portátil de 12 voltios para mostrarnos un concierto en vivo de Led Zeppelin en Seattle en los 70. 

Tiene una sala/museo dedicada a sus bandas favoritas, artículos de periódico emplasticados para cuidarlos de la humedad, tiquetes de conciertos, fotografías con artistas famosos, pósters originales autografiados entre otros por Yes, Orzic Tentacles, Credence, y otras bandas increíbles, todo te lo muestra con detalle y con fecha exacta mientras te cuenta la historia de cómo obtuvo tantos autógrafos, y cómo esos póster autografiados viajaron en taxi, en bus, en bote, en caballo, y finalmente en sus manos para llegar al corazón de la jungla, en donde los sonidos psicodélicos se mezclan con los murmullos del bosque lluvioso.



Por supuesto que surge la pregunta… ¿Cómo llegaste aquí la primera vez?  Y él no duda un segundo en contar la historia, que probablemente repite cada vez que alguien curioso lo visita. 

“Tuve dos grandes inspiraciones: un artículo que leí en una revista sobre una comunidad hippie en los 70, y las películas de Kung Fu con David Carradine”. Y veo de pronto entre sus poster de rock fotografías en tamaño gigante y poster de la famosa serie de televisión y del maestro con su alumno. 

Por supuesto me vuela la cabeza, especialmente para mí, un entusiasta del Kung Fu… y luego de una profunda conversación sentados en una colina entre su jardín botánico, procedo a explicarle el significado de la palabra “Kung Fu”. Es decir, Kung- trabajo, Fu- maestría. Y le digo, “Alfredo has alcanzado la maestría con tu trabajo, has hecho, probablemente mejor que nadie, el verdadero Kung Fu”. Él solo asiente y sonríe.



Luego reflexiona sobre sí mismo y nos dice: “saben, la gente siempre me pregunta las mismas cosas, todos quieren saber cómo hice esto, si tengo miedo, cómo traje aquello, etc, pero nadie me preguntó la pregunta más importante: ¿Alfredo sos feliz? Y yo me respondo mi pregunta, sí, soy feliz”.

Y ahora dice que tiene el sueño cumplido, con su refrigeradora y licuadora que anheló por tanto tiempo, gracias a los paneles solares que pudo colocar en su techo. Y nos cuenta con el rostro iluminado cómo trajeron la refrigeradora amarrada a una estaca a través del sendero.



Además, cuenta que no le alcanza el tiempo para escuchar y ver toda su colección de música y documentales, y divide su tiempo entre atender a los turistas que pasan en la mañana camino al parque nacional, y mantener limpio su jardín con más de 90 plantas medicinales y frutales. “Este era el sueño, lo soñé y lo hice”. Afirma satisfecho mientras nos narra cómo sembraba arroz cuarenta años atrás y debía aporrearlo en el pilón durante tres horas, o como fue su primer ranchito, retratado en una foto sepia que tiene en la mesa principal para mostrarla a los visitantes.


Llega la noche, la energía del bosque desciende, y dormimos entre los grillos, cigarras, búhos, y depredadores que solo podemos imaginar entre la densa oscuridad de la selva.

A la mañana suena el radio conectado con la estación de los guarda parques: “Alfredo siete van para adentro” “Copiado, buenos días” responde Alfredo a la vez que se apura a poner agua para el café que ofrece a los caminantes.



Nosotros nos preparamos para partir y regresar sobre nuestros pasos, y al igual que todos los que lo visitan, escribimos en su cuaderno nuestro más profundo agradecimiento. Alfredo nos dice con un dejo de tristeza que por favor nos quedemos para escuchar una canción más, o una refrescada más en su piscina natural, o si queremos que nos lleva a caminar por otro sendero… pero no podemos, nos despedimos con los ojos llorosos y un abrazo hasta la próxima vez, debemos desenredar el hilo de la realidad, y volver sobre el sendero que está marcado con flechas en la dirección de la casa de Alfredo, que quién sabe, probablemente es el camino simple que todos deberíamos seguir, o como él mismo repite, quizás todo fue un sueño, una ilusión que ya solo existe en las fotografías.



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